La señora enfermedad
Participación en la convocatoria "Yo como escritor"
“El único aspecto del tiempo que es eterno es el ahora”
– Un Curso de Milagros
Vivía su vida como si fuese eterna.
Pensó que “había más tiempo que vida” y se dio el lujo de postergar muchos pequeños disfrutes para poder perfeccionar su estancia en el mundo. Se preocupó en demasía, postergó en demasía. Dejó para después los afectos y los lazos que nunca tuvieron un hoy para crecer tierra adentro, y convertirse después en jazmines para el goce propio y para el de aquellos que llamamos familia, hermanos, amigos, amantes y afectos.
Nada era suficiente y nada totalmente bienvenido. Todo se podía atender después, todo se podía corregir luego: el cuerpo, la emoción y el pensamiento perturbador. Porque la vida parecía tener días de sobra para hacer lo propio.
Era la historia de una mujer con un cuerpo y una mente atrofiados de eternidad (una persistente sensación de que todo se podía arreglar más tarde, otro día, mañana. En la otra vida).
Ni la cintura, ni la garganta, ni el pecho, ni el pie izquierdo, ni el dedo meñique, eran motivo de un gran aprecio. Todo estaba allí y parecía funcionar. A ratos, los kilos demás estorbaban y provocaban mal de amor. Estorbaban pero no siempre dolían, como casi todo en aquel cuerpo.
Esta mujer no supo cómo ni porqué llegó la enfermedad al cuerpo aparentemente hecho para jugarse la vida en un perpetuo juego de naipes.
Fue entonces que comenzó el peregrinar de lamentos. Ella sufrió el silencio del pulmón abatido, el ardor de garganta acallada, el dolor del pie huérfano de un calzado cómodo y a la justa medida de su libertad. Experimentó el sufrimiento de un corazón que nunca se sintió unido a otro.
Esa señora, vestida de muerte, la Señora Enfermedad, llegó a su vida y la amenazó a tal punto que ella no quiso otra cosa que volver a los aromas delicados que la regresaban a su infancia; probar de nuevo los sabores a la cazuela generosa de mamá. Ya no había tiempo para postergar. Solo un día más, quiso. Mirar de nuevo la vida frente a la playa, quiso. La sinfonía de grillos en el bosque, quiso. No olvidar los verdes de la selva, los tonos de azul de las lagunas, quiso. Hacer memoria de los días perdidos, y los transcurridos entre la paz y la risa franca, quiso. Un día más.
Y no tuvo mejor opción que permitirse la imperfecta vida que, dicen, tiene un principio y un final.
La Señora Enfermedad, le mostró el reloj y su precisión divina.
Le susurró al oído, le mostró la hora, esa que había perdido, esa que no podría volver jamás. Y le dolió todo aquello que ese cuerpo tenía en su interior y en la superficie.
Ante la amenaza de la Señora Implacable, no pudo hacer otra cosa que ceder con humildad. Es cierto, no tuvo otra opción, solo ser perecedera, ser vulnerable y tener arrojo para ir por el goce de aquello simple que postergó en demasía.
Un día más para un abrazo desnudo de arrogancia, para una carta brutal y honesta llena de perdón. Uno más para el desliz de un brindis que culminará en una resaca con sabor a lágrimas del más largo añejamiento. Uno más para el disfrute de lo cotidiano y de lo excepcional, para el retorno al mundo subterráneo, para emprender la búsqueda de una llama interior extraviada. Un día más para una larga plática con Dios.
Ella, La Señora Enfermedad, La Maestra Severa, La-que-sabe-llegar-calladamente-o-escandalosamente, cumplió su cometido.
Ella, la que parecía amenazar, la que sin saber cómo ni porqué en realidad llegó a pedir, a exigir —con todo el rigor— aquello que el velo de la eternidad no permitía ver. Le gritaba de frente: la vida es hoy. Y es aquí (el lugar) y es ahora (el momento) de hacer lo propio sin regatearnos nada. Contra todo y a pesar de todo, esa es la gran lección de La Maestra Severa, La Señora Enfermedad.
Por Ada Erika Figueroa
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