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Las mujeres invisibles que sostienen la vida

Silvia Gurrola

El ambiente familiar, es el entorno en donde todos aprendemos roles y responsabilidades que, de manera tradicional, son asumidos por hombres y mujeres de una manera diferenciada. En nuestra sociedad, es generalmente la mujer quien asume el papel de cuidadora, no sólo de los hijos y ancianos, sino también de personas con discapacidades y enfermos, incluyendo a seres queridos en condición terminal.

Es generalmente en el seno de la familia donde se espera que sea una mujer quien proporcione el cuidado necesario a quien lo necesite. No obstante, cuando esta función es asumida, muchas veces pasa por desapercibida, aunque se realice de manera continua. Por ello es importante hacerla notar, porque si el esfuerzo que requieren los cuidados se torna invisible, entonces “no existe” y si “no existe” no se hablará de él y tampoco se reconocerá a quien realiza esta importante labor que sostiene la vida.

En México, las enfermedades crónicas y terminales, así como el número de personas dependientes como consecuencia del envejecimiento, va en aumento. Esto es un hecho demostrado, como también lo es que las mujeres son las principales implicadas de sus cuidados dentro del hogar. Además, el cuidado de los enfermos, frecuentemente se suma a la crianza de los hijos, los quehaceres domésticos y, en ocasiones, al trabajo que ejercen fuera de casa.

Debido a la forma en que las mujeres han sido educadas, son ellas quienes asumen el cuidado con un sentimiento de obligación, a pesar del inexorable desgastante físico y emocional que lo acompaña, ya que el cuidado de un ser querido pone a prueba, incluso a las personas más resilientes, debido al alto nivel estrés que conlleva. Sin embargo, cuidar a alguien es una tarea invisibilizada que va mucho más allá de darle a la persona enferma un vaso de agua para que se tome las pastillas.

A partir de los años 80 y 90 las mujeres se integraron masivamente al mercado de trabajo. No obstante, los cuidados a terceros siguen recayendo en ellas. Se espera que siempre estén disponibles para los cuidados de los demás. Esta concepción como “deber” único femenino, implica el escaso reconocimiento social y la carencia de cualquier tipo de compensación económica a pesar de que ella haya renunciado a su empleo remunerado por asumir esa tarea tan demandante. Generalmente nadie sabe lo que implican los cuidados de un enfermo, hasta que la cuidadora se colapsa y quien la suplanta comprende la complejidad y el desgaste que provocan.

Aunque envejecer, enfermarnos o quedar dependientes del cuidado de alguien no suele pasar por nuestra cabeza, cuando llegamos a pensar en ello, esperamos que alguien nos ayudará cuando nos pesen los huesos, nuestra mente se enturbie y no tengamos fuerzas para levantarnos, vestirnos o caminar. Y si observamos bien a ese alguien imaginario, generalmente visualizaremos el rostro de una mujer. Sin embargo, esto no tiene porqué ser necesariamente así. Quienes tienen la edad para hacerlo, independientemente de su sexo, pueden y deben contribuir en los cuidados de forma equitativa. Aquí radica la importancia de la familia como red de seguridad y apoyo. Cuando nos llegue la hora, o si ya estamos bajo el cuidado de alguien, debemos procurar que ese trabajo que no recaiga en una sola persona. Es necesario que las mismas mujeres y otros miembros de la familia visibilicen este trabajo, no sólo para que éste sea reconocido, sino para que otros miembros de la familia participen. De esta forma se evitarán las desventajas y sacrificios innecesarios e injustos que recaen sobre las mujeres. Para contrarrestar esta situación sugerimos que:

1. No se asuma que las mujeres, solo por su condición femenina, deben asumir el rol principal en los cuidados a terceros.

2. No se dé por hecho que las mujeres “nacen” sabiendo cómo realizar los cuidados. Todos, hombres y mujeres, podemos y debemos aprender cómo llevar a cabo estas tareas.

3. Los cuidados deben ser compartidos de manera equitativa entre los miembros de la familia que estén en condiciones de hacerlo.

4. Quien asuma la responsabilidad principal de los cuidados de terceros, se mantenga al tanto de su autocuidado para que no ponga en riesgo su propia salud.

5. Si la familia se encuentra en condiciones de hacerlo, debe procurar el apoyo de un enfermero o enfermera para que asista y supervise los cuidados.

6. Quien asuma el cuidado principal, debe gozar de descansos, reconocimiento, relevos y compensación económica en la medida de lo posible.

Por último, es importante no culpar a quien asume la responsabilidad principal de los cuidados. Recordemos que ni la persona más experta tiene control absoluto sobre el deterioro de la salud. Imaginemos qué pasaría si esta persona de pronto desapareciera… Es mejor agradécele, acomedirse y escúchala antes de juzgar. La familia como red de seguridad y apoyo es crucial para superar las adversidades y los cuidados a un enfermo, sobre todo en condición terminal, requieren la tolerancia y la comprensión mutua.

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Silvia Gurrola

Pedagoga y psicoterapeuta especializada en la prevención de la violencia de género. Autora de las novelas pedagógicas La dignidad encarnada y El vínculo impensable.

IMAGEN: Diseñada por seventyfour/Freepik

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Revista 6 – Sep 2020

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